Ojos de bolsillo

Qarteil deseó tener más ojos, si acaso tenerlos podía incrementar la belleza de lo que estaba contemplando. Ante él, un hermoso paisaje se abría alrededor de la montaña a sus pies. Estaba repleto de cascadas, nubes de un blanco resplandeciente, verdes y frondosos bosques y bandadas de incontables pájaros; dibujaban un círculo de kilómetros de diámetro a su alrededor. Qarteil, aislado sólo unos pasos más allá de donde se encontraba el resto del grupo, sintió todavía más curiosidad. Era evidente que la percepción visual de todos aquellos elementos, que jamás antes había contemplado, le había conmocionado. Pero no había complacencia ni conformidad entre la ola de emociones que le embriagaban por el espectáculo del valle. Con decisión, hurgó en el bolsillo de su pantalón y sacó de él un pequeño tarro de gel. En la etiqueta un par de ojos azules de hombre le escudriñaban, acompañados del viento sibilante de la sierra, bajo una mirada atractiva y sensual. El único texto impreso rezaba “ojos”.

Giró el tapón de rosca y lo colocó en la base cilíndrica. Metió un par de dedos en él, los sacó untados en un ungüento gelatinoso y transparente y, con suavidad, se lo restregó por ambas mejillas. Mientras devolvía el tarro al bolsillo recordó que la población de aquel planeta solía usar un procedimiento parecido para evitar que la radiación solar que recibían desencadenara anomalías en su material genético, que en ocasiones podían ser mortales. El enfrentamiento genético de la muerte contra la visión ampliada le resultó jocoso, y sonrió. Permaneció atento a la piel y los músculos de su cara.

Miró atrás, donde el grupo descansaba y conversaba sobre algún tema banal, y decidió resguardarse unos minutos. Modificarse a uno mismo y mostrar el proceso en público siempre tenía algo de vulgar, como para los habitantes de aquel planeta lo había sido comer con la boca abierta u orinar sobre el suelo urbano. Descubrió un pequeño refugio abandonado unos metros más allá, y se sentó en el cobertizo. Naturalmente, el grupo había advertido su gesto y sabían que no era apropiado molestarle en los minutos que siguieran. Otras modificaciones de mayor trascendencia podían requerir horas, incluso días o semanas; en tales casos la formalidad y el buen gusto no sólo exigían discreción. El hecho de cambiar siempre había sido, incluso desde antes de los microlaboratorios de genética portátiles, un acto de máxima intimidad.

En unos minutos ya estaba casi listo. Las primeras veces era normal sentirse extraño, incluso sentir dolor. Era difícil discernir si realmente había dolor. Qarteil recordaba anécdotas que describían el dolor de los primeros geles: aun invalidando los neurotransmisores, ver uno mismo pudrírsele una pierna, caérsele y ver crecer otra en su lugar en unas pocas horas producía alguna clase de dolor. Pero sin lugar a dudas no era el primer tarro para Qarteil, que en un éxtasis de renacimiento y misticismo notaba dos esferas aflorando bajo sus pómulos palpitantes, nerviosos, rebosantes de vida.

El primero de una nueva era de parpadeos, que no tuvo una sincronización doble, sino cuádruple, le descubrió un mundo distinto. Además de percibir el color de la luz, sus recién nacidas retinas abrían paso a toda una nueva serie de estímulos: franjas ocultas del espectro electromagnético eran ahora claramente representadas en su mente, en su enorme, gigantesco mosaico de la percepción. Misterios de aquel mundo de una naturaleza tan hermosa como desconocida le eran ahora revelados: las cascadas, el bosque, todo resultaba trivial para una mirada extrasensorial. Pasaron las horas para Qarteil. Al poder leer, escuchar, ver el pensamiento de los pájaros circundantes, decidió que había tenido bastante. Volvió a rebuscar en el bolsillo, y el tarro que extrajo esta vez rezaba “limpiador”.

Publicado por Unknown

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