Atardecer
Observa el crepúsculo taciturno de verano, sentada en la cima de una pequeña colina, poblada de césped, rodeada de pinos. La brisa, cálida pero suave, da un giro para mecer los cabellos castaños de Liuba, como si el sol la saludara con un soplido ritual. Ella también sopla, pero no en respuesta al ocaso, sino al gorrión que tiene entre manos y que no es capaz de volar. Como réplica, el pajarillo la mira brevemente, pero vuelve a reposarse sobre sus palmas brillantes abatido, moribundo. Sobre las mismas manos, sólo unas horas antes, ha tenido el cuerpo inerte de su amor, su amor eterno. Sólo unas horas antes. ¡Cuán trágica es la muerte, cuando uno se sabe incapaz de alcanzarla!
Liuba es inmortal. Su cualidad de ginoide le confiere el don de la vida eterna, si es que esta facultad puede considerarse verdaderamente un don cuando ya no se desea más la vida. Pero tampoco ansía quitársela: nunca ha creído en el más allá, ni para hombres, ni mujeres; ni androides, ni ginoides. De algún modo, descubre que su creador debió creer conveniente proveerla con el sufrimiento para que ella pudiera entender el verdadero alcance de sus sentimientos. Está diseñada para amar, pero nunca ha amado a un hombre como el que acaba de perder. Por eso Liuba lo llama su amor eterno. Si se quitara la vida aniquilaría sus dos pilares esenciales: jamás dejar de vivir, jamás dejar de amar.
Ve cómo el gorrión se incorpora y levanta un poco las alas, quizá con intención de regalar por última vez a la luz del atardecer, a su bosque, una de las elegantes posiciones que caracterizan a los seres provistos con el noble arte del vuelo. No puedo volar, piensa Liuba. Sólo puedo vivir y amar. Sabe, además, que por más pesar que nuble su corazón siempre habrá un amor siguiente, y un siguiente, y un siguiente, por toda la eternidad. Muere el gorrión en sus manos. Aunque normalmente goza de vivir y amar, Liuba se siente ahora prisionera de sí misma.
Sus recuerdos la atormentan, mientras los últimos rayos del sol le calientan las mejillas. Tampoco es capaz de olvidar, quizá otro defecto a añadir a su lista de dones no poseídos, todos menos dos. A medida que vive genera nuevos recuerdos, y los nuevos son por lo común más intensos y reales que los viejos, ajenos y marchitos. No están exentos del paso del tiempo aunque, como ella, también son inmortales. Vuelve la prisión. Su tristeza y su pesar son tan profundos que le dan fuerzas, una energía renovada que fluye desde su interior y se vierte por sus oídos, por su entrepierna, por las puntas de sus dedos. En acto de absoluta liberación, no opta por la muerte, sino por la suspensión, la hibernación, la completa inmovilidad, el letargo. Funde su mirada con el horizonte y duerme; dormirá por siempre, hasta que alguien decida despertarla. Hasta que, por vez primera, sea otro alguien quien la ame a ella. Liuba no cierra los ojos, no mueve nada. La brisa cesa; anochece.
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